PENSION DE ANIMALES

PENSION DE ANIMALES

PABLO SILVA OLAZABAL

S/ 36.00
NO DISPONIBLE
Editorial:
ESTUARIO EDITORA
Materia
Narrativa latinoamericana
ISBN:
978-9974-720-13-8

Esta novela breve (apenas supera las cien páginas) fue premiada en dos instancias: en 2012, obtuvo el 2do Premio de Narrativa Inédita en los Premios Anuales del MEC, y en 2013 una Mención de Honor en el Premio Nacional de Narrativa “Narradores de la Banda Oriental”, otorgado por Ediciones de la Banda Oriental y Fundación Lolita Rubial.

Es decir, fue reconocida y distinguida por dos jurados compuestos por diferentes lectores, cada uno con sus gustos y preferencias particulares, y en dos concursos con perfiles divergentes. Eso es algo, al menos, atendible. Pero, muchas veces, atender y sobrevalorar las condecoraciones puede llevarnos a un juicio apresurado.

Según la publicación del juicio de la premiación de Banda Oriental, una de las novelas que obtuvo mención, escrita por Pablo Silva Olazábal, se llamaba “Bichos de pensión”. Es de suponer, sin saber nada en concreto sobre este particular, que el autor presentó la novela al concurso con ese título y, luego, por decisiones o bien personales y artísticas, o bien editoriales y comerciales, lo cambió a “Pensión de animales”. Un primer punto con el que podríamos estar en desacuerdo es con ese cambio de título: “bicho” es un término mucho más rioplatense, más nuestro, más fuerte, más útil, además, para lo que se quería transmitir: los seres vivos de esa pensión están recluidos, aislados, agarrotados a sus inercias. Son bichos, no animales. Es de ayuda rescatar un dicho popular del interior del país: “no te tapes de bichos” se le advierte al que no se aparece hace un tiempo por el pueblo o se lo ha dejado de ver y luego reaparece. Ser bicho, entonces, es lo opuesto a ser un animal, gregario por naturaleza, como no solo lo es el ser humano, sino casi la mayoría del resto de los animales, que instintivamente (o por “contrato”, pero nacido de un instinto, como es el miedo) cooperan el uno con el otro para llegar a un fin común. Piénsese en un hormiguero, en un panal de abejas, en una ronda de pingüinos que se turnan el calor que se genera en el centro del corro para resguardarse del frío polar, o en una ciudad o pueblo humanos.

Los humanos somos animales, y siempre lo fuimos. Esa visión un poco inocente y romántica de que nos vamos “animalizando” (usado en un sentido despectivo) en cuanto nos vamos acostumbrando a la violencia social, al implemento irreflexivo de la tecnología en la vida, a la incomunicación directa, cara a cara, con el otro; no es más que una ideologización ahistórica que supone que alguna vez, en la historia de la humanidad, estos problemas de “deshumanización” o “alienación” no estuvieron presentes. El mito de la edad de oro, le llaman. Buena parte del imaginario crítico de nuestra época contemporánea se alimenta de esta presunta “edad de oro”, léase: paraíso terrenal, comunismo primitivo…

Es verdad que el ser humano no es cualquier animal: es un animal lingüístico, simbólico, racional, y todos esos adjetivos probablemente califiquen “lo humano” propiamente dicho, pero la idea de que lo humano se puede perder y en tal caso quedaríamos convertidos en animales incivilizados o máquinas alienadas, siempre me causa una cierta sospecha.

Y, siguiendo este punto, se explica la presencia y función narrativa del ángel en la novela. Es tan fuerte la idea de que los vínculos sociales están rotos, que parece más sencillo pensar que quien debe instaurar la sensatez, quien debe “ayudar” a los pobres humanos devenidos animales, es un ángel, una figura extraterrestre, inhumana. Un factor exógeno arreglando un problema endógeno. Es el mismo análisis que Slavoj Zizek hace de las películas que tienen por temas la invasión alienígena o las catástrofes sobrenaturales: está tan radicado en el imaginario colectivo que es el fin de la historia, que el capitalismo llegó para quedarse, que se opina que es más fácil que ocurran esos exabruptos del cosmos a que cambie radicalmente el sistema económico y productivo.

No sería un antecedente consciente, como Silva Olazábal mismo lo planteó en la presentación del libro, el ángel protagonista de “París” de Mario Levrero. Y no lo sería porque las funciones son casi opuestas: el ángel de Levrero, cuando se da cuenta de que es un ángel (en plena caída accidental desde la azotea del hotel donde se queda), comienza a alejarse de la humanidad. Realiza largos vuelos nocturnos para encontrarse consigo mismo y espera a que algo suceda (la llegada de la legión de ángeles) para alejarse para siempre de la sociedad. El ángel de Silva Olazábal es un ángel que se piensa como fracasado por el hecho de no poder ayudar a los habitantes de la pensión a que vivan de una forma más armónica. Es un ángel típicamente cristiano, preocupado por la misericordia y el camino recto.

A tal punto que toda su existencia en la novela se reduce a salvar a Laura de su ataque de ira, y su carácter más atractivo, moderno, irreverente, (ser borracho) se difumina y no se resuelve. Solo se menciona al principio y luego se pierde. Otra dimensión débil de la novela.

Un punto a favor es la construcción polifónica del discurso: una serie de narradores (incluido el ángel, bien diferenciado con la letra cursiva) relata, de forma diversa y multifocal, un mismo momento en la vida de una pensión: una mujer enojada (¿con su novio por un problema con su cacatúa? ¿con todo el mundo? ¿con nadie en particular?), llamada Laura, pasa por todas las puertas y las patea, insultando y alterando la situación aparentemente estable. Y digo aparentemente, porque en una mirada con lupa, dentro de cada habitación, todas las situaciones particulares de los inquilinos ya estaban inestables: al parecer, todos ellos tienen problemas con animales o bichos, además de problemas de animales o bichos (la imposibilidad de pensar y comunicarse es el más importante de todos). Como bien dice Hugo Acevedo, en su reseña del libro para La Onda Digital, más que problemas humanos parece haber “compulsiones humanas” que son más animales que humanas, entre las que menciona “la risa, el llanto, el silencio, la lujuria y las peleas”. No hay, como se ha dicho, “dramas humanos”, es decir, conflictos simbólicos o de poder; tan solo hay compulsiones que demuestran cuán animal o bicho puede ser el ser humano.

Siguiendo con los juicios críticos que pululan por la web, no le faltan razones a Pilar Villarmarzo cuando, en su reseña de la revista MOOG, sostiene que “…la lectura se ve entorpecida por los errores sintácticos de una prosa que no está del todo pulida”. Si bien en esto hay parte de búsqueda intencional por parte de Silva Olazábal (el relato polifónico, justamente, intenta un acopio de voces orales y expresiones en apariencia desprolijas, típicas de la espontaneidad del coloquio), también es cierto que podemos decir que hay veces en las que se nota una cierta rispidez que no tiene nada que ver con una búsqueda de mímesis oral en las narraciones de los personajes.

Con respecto al juicio de Rafael Courtoisie de que esta obra es una creación diferente en el panorama actual, no sabría si este juicio tiene valor en sí mismo. En primer lugar, porque habría que abrir un debate sobre si en esta etapa de la literatura uruguaya, tan versátil y heterogénea, puede hablarse de algo así como tendencias comunes de un supuesto “panorama actual”. Y, en segundo lugar, porque la originalidad en sí misma (si se puede hablar de tal cosa) no es un valor estético, sino, en todo caso, uno histórico. Por otra parte, no veo demasiada búsqueda “sui generis” en esta obra. Más bien se mantienen incuestionados dos mandatos: uno de ellos, bastante usual en los narradores actuales, que tiene que ver con mantener una fluida comunicación con el lector, narrar bien una historia, que tenga un desarrollo y en lo posible que se desenlace un problema, y que sea verosímil (la teoría de Swedenborg, además de ser un aliciente a la inspiración del autor, es sin dudas la búsqueda de verosimilitud que en parte explica la existencia del ángel); el otro mandato es el que siguen muchos epígonos levrerianos (hayan sido o no alumnos de Levrero) y es narrar “por imágenes”. El problema es que hay que narrar por imágenes pero también hay que causar lo que Levrero llama el “engatusamiento”, y que también se logra con el trabajo del lenguaje. Este punto suele fallar en estos epígonos.

Según la entrevista que Viviana Negredo le hizo a Silva Olazábal para Hoy Canelones, una de las lecturas que el autor hace de esta obra tiene que ver con su “aire mágico, tipo cuento tradicional de hadas”. Pero la teoría filosófica de Swedenborg le quita magia justamente por el hecho de ser un intento de explicación argumentativo al supuesto hecho fantástico o sobrenatural de la existencia de un ángel.

Pero no solo el intento de escribir una ficción de hadas se vio estropeado en “Pensión de animales”: también la lectura del propio autor por la cual encuentra a “Pensión de animales” como un “drama existencial metafísico” puede cuestionarse severamente, teniendo en cuenta la precisa detección de Hugo Acevedo de que esta obra trata de “compulsiones humanas” y no de “dramas humanos”, como quiere el autor.

En fin: una obra que, con el doble de páginas, con menos explicación y más narración pura, menos tartamudeo mental de los personajes y un cuidado mayor de la prosa que acompaña las imágenes para lograr el “engatusamiento”, podría haber sido de lo mejor que se ha publicado en narrativa uruguaya actual, porque es ambiciosa en sus ideas. Pero a veces las grandes ideas aterrizan con fallas al mundo de la escritura.

El mundo cumplía puntualmente su amenaza. De un modo u otro, todos conspiran para destruir mi única felicidad. Me invadió un miedo acerbo por el paquete: cualquier gesto brusco, cualquier grito destemplado podía hacerlo caer y romper en mil añicos. ¡Y yo tenía que pasar en medio de ellas! Las piernas comenzaron a temblar. Nunca había visto algo así: la mujer de ruleros descubrió a doña Reina y comenzó a gritarle como una desaforada. ¿Qué hacer, volver? Atrás no había promesas de refugios seguros porque el mundo también amenazaba. Además, estaba harto de huir. “Tengo que enfrentar mi destino”, pensé. Solo quedaba un camino, seguir para adelante. Comencé a subir cada escalón como si fuera el de un cadalso, pero lo hacía sin miedo, determinado a llegar a mi pieza como diera lugar.

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