En algún lugar de la ciudad, un anciano se gana unas
monedas mostrando las estrellas a través de su
telescopio, una joven confía ciegamente en sus redes
sociales y un hombre agobiado por su celular encuentra protección en el mar. Mientras tanto, un empleado de librería es juzgado por no
tener ningún registro de su vida en internet y un movimiento de trabajadores
mal pagados se organiza para desaparecer uno de los bienes tecnológicos más
preciados en la actualidad.
En De nada sirve que prendas la luz, los personajes poco a poco se van dando
cuenta de que han perdido el control de sus vidas y que ahora forman parte de
un nuevo mundo que no pueden entender. Quizá los dispositivos electrónicos
y los dueños de las compañías que los producen no nos facilitan el día a
día, quizá caemos en el placer inmediato sin percatarnos de que nos empujan
al abismo. Es ahí que nos enfrentamos al retrato real del supuesto progreso de
la digitalización, que ni iluminada por la luz de las pantallas puede ocultar los
rincones más oscuros de su naturaleza.