Ya sea en tu sofá o en TikTok, seguro que has visto a un perro que mientras duerme mueve las patas, gruñe u olfatea. Habrás pensado que está soñando, pues, ¿por qué íbamos a ser los humanos los únicos soñadores sobre la Tierra? Sin embargo, y aunque cueste creerlo, el primer artículo científico sobre el sueño de los animales se publicó en 2020 y el primer libro sobre el tema lo tienes en las manos. ¿Cómo es posible?
La razón es sencilla: a la manera de un autoengaño colectivo, el grueso de la comunidad científica sigue negando dogmáticamente que los animales sueñen porque ese hecho atentaría contra la divisoria tradicional entre humanidad y animalidad. Y es que soñar no es algo banal: implica el uso de unas facultades que durante milenios hemos considerado propias tan solo de los humanos, y de las cuales se deriva el estatuto ético y los derechos inalienables que nos asignamos en exclusividad. Si reconocemos que los animales sueñan, ya no podremos verlos como simples masas de materia orgánica, sino como seres conscientes y arquitectos de sus propias realidades, plenos e inviolables. El rechazo de la interioridad animal (incluida la onírica) se convierte así fácilmente en desinterés por el bienestar animal.