Dos personas van en pos del último secreto del Mago Tenor, dos escenarios se disputan la acción de esta novela. Uno y otro Suiza, la India parecen solicitarse, por eso el autor toma el recaudo de vaciarlos para que cada uno asome como lo que es. La novela ocurre como pocas, con la acción perentoria y perezosa de esas parejas casuales de Verne, con máquinas de Roussel a todo trapo (un poco domesticadas, claro, por Buda) y con jirones de Hergé (la excursión en smoking a la cascada). De la Suiza del Cabaret Voltaire, César Aira extrae un nieto de Hugo Ball; de la India exterior, exenta de acoplamientos tántricos pero no de grutas de basalto amigdaloide, una belleza sin indiferencia, Palmyra.
La semejanza entre los trucos de magia y los recursos de la literatura no son un guiño, ni siquiera una sugerencia. El legado del Mago Tenor nos arrastra en una turbulenta fuga de intensidad creciente, que acumula los núcleos narrativos para precipitar los desenlaces y ampara y desaloja una novela entera, completa, que cumple con el requisito de no ser redonda para crear así sin denuedo aparente su propia forma.
Hace más de treinta años espero la nueva novela de Aira. Cada una de ellas, la próxima. Desde los tiempos en que Los fantasmas precedía a El bautismo (o viceversa: lo mismo da), la nueva novela de Aira se adueña del momento y tiñe el pasado con su presencia. La nueva novela, con sus pasos tentativos, sus andamios visibles, su ciclo de renovados ultrajes y pleitesías, es ya una invención otra, una más de Aira, forjador del género nueva novela. Si hubiera una nueva novela en perduración, nos acostumbraremos a pensar con el paso del tiempo y la certidumbre de lo genérico, será entonces, será siempre, será también una novela de Aira.