Y, a veces, ya en casa, en mi cama y mucho antes de la cena, las últimas horas del atardecer amparaban también mi lectura, poer esto sólo ocurría los días en que había llegado a los últimos capítulos, cuando no quedaba mucho que leer para llegar al final. Entonces, a riesgo de que me castigaran si me descubrían y de que, terminado el libro, se instalara el insomnio, acaso toda la noche, en cuanto mis padres se iban a la cama yo encendía la vela; mientras tanto, en la calle tan cercana, entre la casa del armero y correos, bañado por el silencio, un cielo oscuro al tiempo que azul lucía repleto de estrellas y, a la izquierda, en la calleja que trebapa, allí donde, tras un rodeo, acometía su elevada ascensión, se sentía velar, negro y monstruoso, el abside de la iglesia, cuyas esculturas por la noche no dormían