Combatiendo en la Segunda Guerra Mundial, el alemán Joseph Beuys fue derribado de su avión en la zona de Crimea. De manera extraordinaria fue rescatado y curado por un grupo de tártaros, que le untaron grasa para que no se congelara y lo envolvieron en un fieltro. Esta experiencia resultaría clave en la trayectoria del artista, que no dejaría de defender el vínculo entre el arte y la vida cotidiana. La guerra lo hizo consciente de la parte negativa del ser humano, al tiempo que también descubría que su trabajo podía convertirse no en herramienta de denuncia, sino de sanación.
Sentía que los museos estaban debilitados, aislados, como resultado de que la idea de arte se había quedado en el ambiente académico, en los libros especializados, en los curadores, en los museógrafos. Esto tenía que cambiar, el arte podía y debía unirse a otras disciplinas, su rango de acción estaba en cualquier acción que necesitara creatividad. El poder al final de la cadena del arte no está en las instituciones, sino en las personas, no sólo en su sensibilidad innata para apreciarlo, sino en la capacidad de cambiar sus vidas y su entorno, es por esto que hablaba de esculturas sociales, de elementos que pretendían acercar la espiritualidad a los espectadores.
Beuys no creía en la transformación de la materia por medios artificiales, sentía que la forma existe en la naturaleza y, como tal, funciona en la medida del orden que tiene el mundo. Es por esto que realizaba instalaciones de objetos, arreglos de piezas según su sensibilidad, que perseguían confrontar al espectador: las aristas de una silla son suavizadas por grasa, una serie de trineos llevan fieltro (un material blando) como carga.