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27 OCT

Asesor de ventas

por Diego Nieves
Asesor de ventas

I

 

 

Fue recibido por un festín de zapatillas, casacas deportivas y gorros de variados colores. A partir de ese instante, aquel almacén conformado por torres azules de cajas de calzado, un pequeño kitchenette y estrechos pasadizos, se convirtió en su nueva casa, su dominio.

 

Así fueron sus primeros pasos en el mundo laboral, trabajando como almacenero de una tienda de ropa deportiva. Tenía un jefe gordo y unos colegas bastante perdidos en sus propias ideas.

 

Su madre le repitió incontables veces que las cosas buenas se obtenían con gran empeño y él, a falta de otro consejo adulto, se aferró a esa idea con una voluntad sistemática.

 

Empezaba su día contento, contemplando las nuevas zapatillas que le regalaron como parte de su uniforme. Se sentía enérgico, con una vitalidad propia de esos años que no se sabe exactamente cuándo terminan. De repente, adquirió hábitos propios de la cultura de su empresa: corría por las mañanas, marcaba sus tiempos para mejorarlos y leía libros de veteranos maratonistas. La vida se le presentaba sonriente.

 

Vivía en una casa con techo de calamina y paredes despintadas; iba al trabajo en un bus atestado de pasajeros durante dos horas de viaje y se había acostumbrado al olor a media sucia y pelo grasoso. Pero qué importaba, se decía.

 

Así pasó un año, tan rápido que se sorprendió de cómo la vida empezaba a escapársele de las manos.

 

Un día, un compañero renunció. Entonces él, el almacenero Richard, optó por postular a esa plaza abierta. Se trataba de la posición inmediata que les correspondía a los buenos trabajadores de almacén: asesor de ventas. El nombre sonaba elegante y profesional, y así es como él prefería verlo. Su jefe lo miraba con buenos ojos, como quien ve el reflejo de lo que habría sido en algún momento. Dentro de todo, era un sujeto amable y existía una especie de apadrinamiento tácito, un cariño hacia su empleado.

 

Era cierto que el joven Richard era el único que le celebraba los chistes estúpidos, el único que escuchaba sin bostezos reprimidos toda anécdota que contase, y así un sinfín de otras cosas por demás aburridas y casi absurdas. Pero uno podría jurar, también, que Richard no ejercía de zalamero a propósito.

 

Richard era un diamante en bruto. Una persona que apenas conocía un retazo de lo que entendemos por la vida. De hecho, uno quizá podía contar con los dedos de una mano las realidades que Richard conocía: su familia, su colegio y su trabajo. Todo eso lo indicaban sus respuestas sumisas, la abnegada voluntad con la que recibía órdenes, y tantas otras cosas. Richard veía el mundo en forma de T. Había un largo camino por recorrer hacia arriba y un puente al final en donde solo unos pocos, como su jefe gordo y de malos chistes, podían llegar. La cima se encontraba en aquel puente corto y elevado.

 

Como era de esperarse, Richard pasó todas las pruebas del proceso de selección con facilidad. Su empeño clasificando y ordenando centenas de zapatillas y polos deportivos, junto a esa envidiable curiosidad por conocer todos los productos de su almacén, le dieron una amplia ventaja en el proceso de selección. Después de todo, un asesor de ventas debía ser un tipo que conociera al detalle todo lo que vendía. “Un sujeto que cree en su producto”, pensaba él.

 

Se podría decir que a Richard le faltaban algunas cosas que el cariño de su jefe pasó por alto a la hora de la evaluación, pero eran cuestiones que este último creía que se podían desarrollar en el camino.

 

Richard recibió la noticia de su ascenso e imaginó que su rumbo por el mundo de las ventas catapultaría su prestigio de excelente trabajador. Y así fue.

 

Primero se convirtió en el mejor vendedor de su tienda, luego de su distrito y finalmente de su región. Aplicaba las técnicas de venta y persuasión que le enseñaron en las capacitaciones de recursos humanos con un éxito sin precedentes. Con el excedente de sus ingresos, dinero que jamás pensó llegar a ganar, compraba libros de negocios y autoayuda. Deseaba entender la mente de su consumidor y cómo llegar a él.

 

Richard cautivó a su clientela al poco tiempo de ser seleccionado como el nuevo asesor de ventas de la tienda R. Lograba su cometido con un abanico de preguntas dotadas de una tierna preocupación “¿Cuál es su necesidad, señorita?”, decía con voz carismática a la cincuentona subida de kilos. “¿Te estás preparando para la próxima Maratón de Boston?”, consultaba al egocéntrico joven que llegaba a la tienda con aires de auténtico maratonista.

 

Variaba entre el “tú” y el “usted” según su criterio. Asimismo, su desenvolvimiento, aunado a grandes conocimientos deportivos, le permitían conquistar a casi todo aquel que pasase por sus nuevos dominios: el piso de venta de la tienda R.

 

Se empezó a generar un marcado recelo entre sus colegas, quienes no tardaron en calumniarlo de forma tan poco creíble y desvergonzada que fueron ellos los que terminaron saliendo de la empresa. Así fue como una nueva camada de asesores de venta se formó. Algunos eran almaceneros que habían competido sin éxito por la plaza que ocupó Richard meses atrás, y otros, personal reclutado externamente.

 

De un momento a otro, Richard se encontró como líder de los vendedores. Con tan solo un año en la posición, ya era el más antiguo y curtido de sus colegas. Siguió, pues, aplicando sus técnicas de venta y rompiendo récords, ya no regionales, sino nacionales. Fue premiado en una ceremonia llena de aplausos. Recibió un diploma de manos del jefe de su jefe, un sujeto con un bigotito curiosamente afeitado y una voz grave. “Felicitaciones, hijo”, le dijo mientras se tocaba el bigotito, premiándolo con un diploma y un vale de 150 soles en alimentos (aplican términos y condiciones).

 

Dos años después de su ascenso, su jefe gordo reunió a todo el equipo de la tienda R., indicándoles que, debido a ciertas reestructuraciones, él debía pasar a la tienda P., ubicada en Trujillo. Suponía un reto en todo sentido, puesto que habría de dirigir una tienda con el triple de personal en un centro comercial que facturaba el doble que el actual y con dos asistentes a su cargo, nada menos. Su mujer e hijos lo acompañarían en esta aventura, que también suponía mudarse fuera de la capital. Richard lo imaginaba volviéndose más respetable y aún más gordo.

 

Fue entonces cuando el brillante Asesor de Ventas contempló las diversas posibilidades que la salida de su jefe implicaba. Para tal entonces, ya sabiéndose el más prestigioso Asesor de Ventas del Perú, Richard vivía una vida bastante dichosa para sus expectativas. La vida era buena y pasaba rápido. Fueron dos años de grandes cambios, algunos premios y mucho aprendizaje. Había cambiado aquel techo de calamina y paredes despintadas por un pequeño departamento cercano a su tienda y, aunque modesto aún, era mucho mejor de lo que hubiese imaginado algunos años atrás. Su madre y él tenían, sin duda, una mejor vida. Había competido en distintas carreras y medias maratones, mejorando sus tiempos sustancialmente. Su madre no dejaba de usarlo de referente con todas sus amigas, llenándolo de frases bañadas de un sincero orgullo.

 

Se preguntó entonces, luego de escuchar la noticia, si debería considerar la posibilidad de postular al cargo de Jefe de Tienda. Eran otras responsabilidades. Era la llegada a la cima de esa T formada por unos pocos hombres y mujeres de éxito.

 

Para su suerte, cuando celebraron la despedida del jefe gordo con una fiesta y una cena en un pequeño bar de la zona, ya con un par de tragos de más, abrazó a su discípulo y le hizo una confesión. “Richard, muchacho, te he recomendado para el puesto de Jefe de Tienda. Estoy seguro de que darás la talla. Prepárate”.

 

 

***

 

 

A la semana siguiente, a pocos días de la mudanza del jefe gordo a Trujillo, recibieron la visita del jefe de este, aquel señor de bigotito y voz grave. Este le pidió a Richard conversar a solas en un café cercano a la tienda R. Lo exhortó a que pidiera lo que quisiese, y pagó todo con una elegante tarjeta negra. Luego, lo miró a los ojos y le dijo: “Has sido recomendado para la posición de jefe. Es cierto que eres el mejor vendedor que tenemos, pero quiero que me respondas: ¿por qué deberíamos de ascenderte?”. Una respuesta ya preparada por Richard, prudente y certera, amainó el escepticismo del jefe de bigotito.

 

Sin duda Richard era un hombre joven, recién en sus veintes, “pero sus respuestas son maduras y bien pensadas», se decía a sí mismo el jefe del bigotito, reflexionando sobre la decisión que debía de tomar. «Se nota que es un tipo que ha pasado por mucho. A lo mejor no se equivocaron con la recomendación”, concluyó.

 

Después, la conversación tomó otros caminos. Hablaron de fútbol, de música y hasta de mujeres. Richard concentró sus esfuerzos en un solo objetivo: caerle bien a su potencial nuevo jefe. Con sus dos años de experiencia en el mundo laboral, el aún Asesor de Ventas había comprendido que las palabras de su madre no eran del todo ciertas. No todo en esta vida era esfuerzo y dedicación. Había otro componente imprescindible para subir en la escalera del éxito, aunque le era difícil definirlo.

 

A los pocos días, Richard se encontró en un mar de aplausos en los interiores del pequeño almacén de la tienda R. Luego de unas cortas pero sorpresivas palabras del jefe gordo y el jefe de bigotito lo nombraron oficialmente Jefe de Tienda.

 

Richard experimentó muchas sensaciones. Veía el almacén donde había comenzado su camino profesional, en esa estrecha zona ahora convertida en una pequeña parte del total de sus dominios: toda la tienda R. “Qué rápido ha pasado el tiempo”, pensó, y dejó que este se paralizase unos momentos mientras observaba variados rostros aplaudiendo su ascenso: los de sus antiguos compañeros, ahora subordinados. Algunas caras, naturalmente, emanaban envidia. Otras eran sinceras y alegres. El jefe Richard recibió sus nuevas condiciones laborales. Le sorprendió, sin embargo, la primera de ellas: su sueldo dependería de los resultados de sus asesores de venta. También recibió indicaciones de extraños procesos corporativos en los que se le daban pautas para “desvincular” empleados. Una palabra nueva en su vocabulario.

 

Las primeras semanas fueron tortuosas. Se acercaba la cincuentona subidita en kilos o el joven maratonista en busca de otra zapatilla, quizá para la Maratón de Berlín o de Chicago, y observaba con lástima cómo sus empleados, los asesores de venta, no llegaban a conectar con ninguno de ellos. Le desesperaba estar al margen, con unas funciones mucho más centradas en el personal. Renegaba constantemente con sus almaceneros, tipos de su edad o incluso mayores, pero con menor ambición, dispuestos a solo cumplir con la ley del mínimo esfuerzo.

 

Recibía, también, quejas que consideraba absurdas. “Jefe, no voy a poder llegar temprano, se ha malogrado el tren eléctrico”. “Richard, el Danilo es un mañoso y no para de mirarme, yo no puedo trabajar así”. “Jefito, no crea que lo engaño, estoy con el estómago flojo, ahora le mando mi descanso médico, dos días estaré en cama”, le decía uno de sus asesores por teléfono.

 

Con el paso del tiempo, Richard se las arregló para afrontar estos temas domésticos. Pasaba largas horas ordenando el gallinero y enviando correos con reportes importantes a su jefe de bigotito y al jefe de este, el Jefe Mayor, al cual había visto contadas veces y del que siempre, no sabía por qué, sentía un extraño miedo.

 

Esta rutina de Jefe de Tienda lo cambió. Se encontró de pronto un poco más entrado en carnes y con menos energías. Llegaba a casa exhausto y con pocos ánimos. Y todo seguía pasando tan rápido, fugazmente.

 

Y así terminó su primer año como jefe. Esta vez no brilló entre sus demás pares, los otros Jefes de Tienda, como sí lo había hecho con los otros vendedores o almaceneros, en aquellos tiempos en los que aún no era jefe. Se preguntó a qué respondía esto. Quizá ya no tenía razones para ser el mejor. Ya a nadie le importaba el que fuera acomedido y atento. Lo medían únicamente con fríos indicadores: contribución, crecimiento en ventas, rotación de personal, etcétera.

 

Se sentía desdichado. Había dejado el deporte, con sus largas horas de entrenamiento y esa mística que lo llenaba de optimismo. Poco a poco iba desapareciendo su voluntad. Se preguntó entonces si quería seguir viviendo sus próximos años así.

 

Al poco tiempo, recibió su primera bonificación como jefe de tienda: un grueso reparto de utilidades. Quedó atónito ante la cifra, mucho más grande de la que esperaba. Hizo cálculos rápidos. Quizá, después de todo, valía la pena trabajar como jefe. Un par de años así y podría cumplir su sueño del carro nuevo.

 

Después de esta resolución, la vida se le presentaría mucho más escurridiza. Pasaron los años como si fueran días, y el espíritu de la rutina lo poseyó. Se vio un día al espejo y descubrió que estaba gordo y se le caía el pelo.  No había cumplido treinta años siquiera. Sin embargo, no se sentía mal consigo mismo. Sus pares, otros jefes de tienda, se le parecían. Casi todos hombres de familia, subidos de peso, alguno que otro calvo, con una hipoteca y una tarjeta de crédito.

 

Su cumpleaños número treinta lo encontró ya casado y con un hijo pequeño, y se emocionó gratamente al recibir una sorpresa de parte de sus empleados. Lo recibieron con una torta y unos bocaditos en el estrecho almacén que fue, alguna vez, su lugar de trabajo. ¿Qué estaba ocurriendo? El tiempo pasaba tan velozmente que ni alcanzaba a sujetarse de él.

 

 

 

 

II

 

 

Al poco tiempo recibió la noticia de la llegada de un nuevo empleado. Era un chiquillo de dieciocho años, tímido y enjuto, que aplicaba para la posición de almacenero. El jefe Richard lo recibió como a una de las tantas personas que buscaban empleo en su tienda, con la misma habitualidad que merecía dicho evento.

 

A pesar de que Richard era joven todavía, sus hábitos se habían cimentado de tal forma que había adquirido una ligera intolerancia hacia todo lo que se escapase de su rutina. Se había vuelto flojo, y un conformismo peligroso se había metido en su espíritu cual parásito, transformándolo de a pocos.

 

No tuvieron que pasar ni dos semanas para que el nuevo empleado, aquel chiquillo de dieciocho años de nombre Tadeo, empezara a resaltar entre el resto. Memorizaba cada producto con detenimiento, hacía sugerencias muy apreciables, se mostraba amable y dispuesto, y parecía caerle bien a todo el equipo. Su ingreso contribuía innegablemente a los ánimos de la tienda R. Richard lo observaba con detenimiento, hacía un mohín y volvía a sus asuntos.

 

A los pocos meses de la llegada de Tadeo, un sábado en el que la tienda estaba atestada de clientes, uno de los vendedores sufrió una descompensación. Se desmayó en plena venta, a inicios de la mañana. Richard, sorprendido, lo mandó a casa en un taxi de la empresa, quedándose así con un vendedor menos. Tadeo observó la situación y se propuso como Asesor de Ventas momentáneo. Después de todo, un vendedor menos un sábado suponía una pérdida de mucho dinero, dinero que Richard no podía permitirse. Sin pensarlo dos veces, le dio nociones básicas de la posición y lo supervisó por si cometía algún error con los clientes. A pesar de su escepticismo, Tadeo dio la talla.

 

Y así todo fue cayendo por su propio peso. Tadeo mostrándose como un gran almacenero. Tadeo brillando entre sus compañeros, dejando entrever su futuro éxito como Asesor de Ventas. Tadeo: ese joven moldeable con disposición para escuchar, aprender de sus errores y de los consejos de sus amigos y jefe.

 

Sin duda, la presencia del chiquillo había irrumpido en la rutina ya edificada hacía varios años en la tienda R. Aquel acontecimiento llamado Tadeo desequilibró a Richard, quien se había comprometido con una vida rutinaria. No podía creerlo.

 

Una noche en casa, agotado de un día de muchas responsabilidades, Richard se vio al espejo y contempló su rostro, su cuerpo. Era un hombre acabado, un hombre joven pero acabado. Como un fuego frío, un sol oscuro. Le costaba verse. Luego volvió el rostro y observó a su hijo jugando con una zapatilla. La lanzaba al aire y corría tras de ella. Su mujer lo vio alicaído y le preguntó si todo andaba bien. Él pensó en confesarle algo, pero no sabía exactamente qué. No sabía qué decir. Luego ella, sin razón alguna, le dijo que era un gran hombre y que siempre se esforzaba, que debería sentirse orgulloso de eso y que quizá le sentaría bien pedir vacaciones. Después salió del cuarto a buscar a su hijito, que corría velozmente detrás de la zapatilla. Richard, ya solo en el cuarto, cerró los ojos y apretó el puño con fuerza. Cogió su agenda y revisó los horarios del personal del día siguiente. Esa noche no concilió el sueño.

 

 

III

 

 

Al día siguiente, Tadeo llegó temprano para abrir la tienda con Richard. El chiquillo mostraba su usual jovialidad, mirando a su jefe con una gran sonrisa. Richard entró al almacén y vio su reloj. Ocho de la mañana. Abrían a las nueve, el resto del personal llegaría, como mínimo, media hora antes de la apertura.

 

Entonces llamó a Tadeo al almacén.

 

Observó su rostro, sus gestos y su contextura. Era casi un niño, un verdadero diamante en bruto. Hacía deporte y era un gran trabajador. ¡Qué rápido pasaba el tiempo!, ya había cumplido tres meses en la empresa. Ya solos y en el almacén, se dirigió a él:

 

—Tadeo, hoy cumples noventa días trabajando para nosotros. Eso significa que hoy termina tu periodo de prueba y tengo que decirte algo.

 

Tadeo lo miró con entusiasmo y asintió.

—Sí, jefe. Soy todo oídos.

—Lo siento mucho, Tadeo, pero no te vamos a renovar el contrato.

El silencio congeló el almacén y ambas miradas se perdieron en la incomodidad. Tadeo cambió el semblante y apretó los labios.

—Entiendo, señor Richard —dijo, y sus ojos contuvieron unas lágrimas.

—Voy a avisar a recursos humanos para tu liquidación. Todos los papeles te los harán llegar ellos. No es necesario que hoy trabajes. Toma esto —y le extendió el brazo para darle un papel—, es una carta de recomendación, que espero te sirva.

Tadeo se mantuvo callado viéndolo por unos segundos sin dar respuesta. El brazo extendido de Richard era un puente ansioso de encontrar camino, pero sus ojos parecían incapaces de mirar de frente al chiquillo.

—¿Tadeo?

—Sí, señor. Disculpe —sollozó levemente. Richard pudo observar cómo se le escapaba una lágrima al chico. Luego se secó los ojos y se retiró.

A los pocos minutos, solo, Richard salió del almacén y empezó a realizar unos reportes de rutina. Luego se cubrió el rostro y dejó salir un poco de culpa.

 

 

***

 

 

Ese día salió temprano del trabajo y llegó a casa con flores para su esposa. Su mujer lo recibió en la puerta y reaccionó con una insólita felicidad. El niño, tras sus piernas, lo recibió con miedo. Richard miraba a su familia con mesurada alegría.

 

—¿Cómo te fue hoy, amor? —le dijo su esposa, mientras cenaban en el pequeño comedor. Él la miró.

—Muy bien, Sonia. Muy bien. Hoy me fue muy bien —dijo con una sonrisa a medias que salió de su rostro.

—¿Ha pasado algo bueno hoy?

—Sí. Justo hoy ha pasado algo bueno. Hoy hice algo bueno —dijo, y su mirada se perdió en su plato de comida.

Sonia le preguntó con los ojos a qué se refería.

—Hoy ayudé a un chico, amor. Que necesitaba la ayuda de alguien con experiencia. Porque, ¿sabes? es muy joven, y...

Sonó el timbre y su esposa, alerta, se puso de pie.

—Cierto, mi amor, mi papá está viniendo a ver al bebé. Me olvidé de decirte.

—No te preocupes, amor, no te preocupes —dijo pausado, como resignado.

 

Su suegro entró a la casa y lo saludó con rutinaria amabilidad. Luego se puso a jugar con el niño, que corría por doquier con una zapatilla en la mano. Su esposa le sonreía desde la sala.

 

Richard terminó su cena, lavó los platos, se puso ropa cómoda y salió a caminar.

Era una noche muda, diferente. No había carros por ningún lado y ni un solo tordo gorjeaba.

Bajó el rostro y observó sus zapatillas. Entonces empezó a trotar de a pocos, controlando la respiración, así durante varios minutos hasta que una intrusa sonrisa se asomó en su aburrido rostro. Y se vio una y muchas veces en cada pisada, en cada movimiento. Se vio tanto que cerraba los ojos buscando ya no verse, porque lo veía todo y más: su imagen en el almacén, en la tienda con sus clientes, con su jefe gordo, con su gastada juventud, con su nuevo cuerpo, con lo que había descubierto hacía no mucho: la vida misma. Y corrió cada vez más rápido, alcanzando al tiempo, alcanzándolo por primera y única vez. Después paró y volvió su voluntad de regresó a casa.

 

Esa noche durmió como nunca.

 

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