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18 MAR

Kant y su llamamiento a la paz

Immanuel Kant culminó en su breve y fundamental opúsculo La paz perpetua toda una tradición que abogaba por una unión entre pueblos que superara el (aparentemente) inevitable conflicto entre Estados.
Kant y su llamamiento a la paz

Por Carlos Javier González Serrano


Quienes no se han introducido en la lectura de Kant (1724-1804), el filósofo por antonomasia de la Ilustración europea, lo tienen por pensador farragoso o, al menos, del todo complejo, cuyos dictados no son objeto fácil de estudio. Sin embargo, el egregio regiomontano, artífice, entre otras muchas obras, de la Crítica de la razón pura, fue igualmente autor de numerosos textos que intentaron acercarse, con la máxima claridad de exposición, a los asuntos que más interesan a los seres humanos: las relaciones que mantienen mutuamente entre ellos y las dificultades que de ellas se derivan.

 

Así, explicaba en sus escritos sobre Antropología: «El conocimiento que permite aplicar las ciencias de forma adecuada es el conocimiento mundano [Weltkentniß]. Este consiste en el conocimiento del ser humano, sobre cómo podemos resultar complacientes [a los seres humanos], etc. El conocimiento mundano impide por lo tanto que la erudición se convierta en pedantería. […] El conocimiento del sujeto es el fundamento de todo conocimiento».

Immanuel Kant quedó fascinado por la lectura de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El francés defendía la natural bondad del ser humano, que solo se vería contaminada por el progreso y los avances técnicos, al contrario que Thomas Hobbes (1588-1679), quien mantenía que la pugna es una constante en la relación entre individuos y Estados. Más de acuerdo en este aspecto con el pensador inglés, Kant propuso que la lucha está profundamente enraizada en la naturaleza humana. Es célebre su expresión que alude a la «sociable insociabilidad» (ungesellige Geselligkeit) del ser humano.

Kant y la paz perpetua

En este sentido, y a juicio del filósofo alemán, la paz puede obtenerse como una larga y costosa conquista de los individuos, de manera consciente y deliberada. Como él mismo escribió en Sobre la paz perpetua (1795), «el estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza (status naturalis), que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza. El estado de paz debe, por tanto, ser instaurado».

 

«El estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza; es más bien un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante amenaza. El estado de paz debe ser instaurado». Kant

 

En este punto reside la enorme vigencia y actualidad del legado ilustrado de Kant. La paz, es decir, salir voluntariamente de nuestro estado de naturaleza (en el que la lucha, si bien no siempre declarada, es lo habitual), es un auténtico imperativo de la razón: esto es, un deber, pues, como aseguró en su Metafísica de las costumbres, «la razón práctico-moral formula en nosotros su veto irrevocable: no debe haber guerra».

 

La ley moral no solo obliga a los sujetos, sino también a las naciones, a los pueblos, a sobreponerse a su natural estado de conflicto y llegar a constituir una unión entre Estados (Staatenverein) o, en expresión que gustaba mucho a Kant, en «Estado de los pueblos» (Völkerstaat). Por eso, señala que «los Estados con relaciones recíprocas entre sí no tienen otro medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que conduce a la guerra, que el de consentir leyes públicas coactivas, de la misma manera que los individuos entregan su libertad salvaje (sin leyes), y formar un Estado de pueblos (civitas Gentium) que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a todos los pueblos de la tierra».

 

De nuevo, la ley moral no solo obliga a los individuos. También ata a los Estados (como conjunto de individuos). Es más, Kant postula la idea regulativa (es decir, en forma de aspiración como exigencia de la razón) de un Estado mundial y cosmopolita (weltbürgelich) que sirva como unión entre pueblos diversos. Todo en pos de alcanzar la exigencia de la razón: la eliminación de la guerra. Mientras la paz no sea alcanzada, el derecho es el medio que nos imponemos, a su juicio, para poder vivir (y sobrevivir) entre individuos (y Estados) con voluntades distintas y, a veces, enfrentadas.

 

Cuando, al fin, se llegara a dicho Estado mundial, regiría igualmente un derecho mundial al que Kant denomina «derecho cosmopolítico» (Weltbürgerrechet o ius cosmopoliticum), de manera que todos los pueblos pudieran asociarse «en orden a ciertas leyes» que permitan una pacífica convivencia. Así lo expresa en su opúsculo de 1795 un Kant cercano a la ancianidad: «Todo derecho de las gentes o de los pueblos y todo lo mío y tuyo externo de los Estados adquirible o conseguible mediante la guerra es meramente provisional, y solo podrá llegar a ser perentorio y convertirse en verdadero estado de paz en una unión de Estados de carácter general (análogamente a aquello por cuya virtud un pueblo se convierte en Estado)».

 

Ahora bien, Kant justifica (el uso de) la guerra si se dan unas condiciones de amenaza patente: una suerte de guerra preventiva cuando se amenaza el equilibrio que debe imperar. Esta amenaza, defiende Kant, debe ser amortiguada por el derecho de prevención para precaverse de conquistas territoriales de otro Estado. Ahora bien, «ninguna guerra de Estados independientes entre sí puede ser una guerra punitiva (bellum punitivum)», por el mero hecho de castigar a otro Estado y tratarlo como súbdito.

 

Idea irrealizable, principios políticos realizables

En definitiva, el fin final del derecho ha de ser el acercamiento constante y deliberado a una asociación de Estados: «La paz perpetua (el fin último de todo el derecho de gentes) es ciertamente una idea irrealizable. Pero los principios políticos que a ella tienden, o sea, integrar aquellas asociaciones de Estados que sirven para la aproximación continua a ella, no lo son; sino que, antes bien, así como esta es una tarea fundada en el deber y, por consiguiente, también en el derecho de los hombres y Estados, son en todo caso realizables».

 

Del inherente conflicto entre individuos y Estados debe seguirse, conforme a los fines de la razón, el continuo y esforzado progreso hacia una comunidad pacífica, «aunque todavía no amistosa, plena, de todos los pueblos de la tierra, que pueden venir a estar en relaciones efectivas entre sí», y que ha de realizarse no como meta filantrópica (ética), sino en base a un principio jurídico emanado de la razón. La paz, a fin de cuentas, es un deber y ha de ser el fin último de las relaciones entre Estados.

 

A pesar de aquella «insociable sociabilidad» del ser humano, este deber ha de prevalecer sobre los diversos antagonismos individuales y estatales para que prevalezca una concordia superior más allá de la voluntad de los interesados, de manera que «a través del antagonismo de los hombres surja la armonía, incluso contra su voluntad». Y todos, como individuos, como Estados, debemos comprometernos en este «deber» de «trabajar con miras a este fin (en absoluto quimérico)». ¿Llegará, al fin, el tiempo de la paz?

 

Fuente: Filosofía&CO

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