La categoría de corresponsal ha servido tanto a futuros presidentes de la república como a médicos higienistas en ejercicio, a poetas modernos como a diletantes con ganas de darse dique de hombres de mundo. Subidos a un rickshaw, sentados en un camarote del Transiberiano, acodados en la cubierta de un transatlántico no siempre en primera clase, los corresponsales del siglo XIX y XX han tomado nota de todo lo que el cérebre Phileas Fogg, protagonista de La vuelta al mundo en ochenta días, pudo ver a vuelo de pájaro luego de hacer una apuesta alocada. En los periódicos, entre las noticias del día y las siempre taquilleras fotos periodísticas, a menudo bajo la forma de una carta que se encabezaba respetuosamente Señor Director , las crónicas de viaje podían ofrecer al lector sedentario un cosmopolitismo capaz de entrar por los ojos. ¿Qué mostraban? Todo. Por abajo, el velorio de Isadora Duncan y los gatos del Foro Trajano; por arriba, la estatua de la Libertad y la pirámide de Keops, de través, los grandes rápidos del Niágara, y cara a cara, sombreros de copa, escaparates, monumentos María Moreno